Nada más empezar

Volver a empezar: una perífrasis que, generalmente, se asocia con la reanudación de un trabajo que conlleva un esfuerzo y guarda un tanto de ímpetu, otro tanto de esperanza. Otras veces significa el retorno a la propia rutina. Evoca un deseo de retroceder a una época de descanso, disfrute, relajación; provoca un suspiro y una cierta nostalgia manriqueña de pie quebrado.

Sin embargo, tras un largo lapso de tiempo en que el quehacer ha quedado adormecido -otras veces, ha abierto los ojos fugazmente para luego cerrarlos-, bosteza y observa su complexión entumecida. Por muy ausente que haya estado, se sienta y recuerda su antiguo hábito juvenil: sus vivencias en Trafalgar, como compañero de Galdós; el descubrimiento de la literatura con Gógol; contemplar la vida de Bécquer; sufrir con Jane Eyre, pero, sobre todo, recuerda su velada en la costa napolitana con Graziella. No solo ve, también oye lejanamente canciones durante días y noches de verano, sin dejar de atender a las demás estaciones, en las que compaginaba el estudio con su pasión. Si bien las mañanas y las tardes solía emplearlas para descansar, día a día se reivindicaba porque quería dedicarse a su trabajo. Ardían sus ganas de salir al exterior, de explicarle al mundo sus experiencias, aprender las de otros. Protestaba contra el eterno estudio, contra esa perpetuidad, que, a decir verdad, le ayudó a hacer mejor su trabajo aprendiendo de su veterana sabiduría, pero que torcía su atosigada espalda con el fin de aprobar el bachiller y llegar a una ansiada carrera de letras.

La rutina juvenil pasó momentos de crisis, de inactividad, pero alcanzó más de dos años su artesanía cultural: se había dado a conocer al exterior, charló con otras rutinas, aprendió de ellas. Adquirió destreza, renació y evolucionó, hasta que tuvo que esperar a que su vieja compañera, que llevaba quince años trabajando, consiguiera superar los estudios y, por lo tanto, ascendiera a la anhelada carrera de letras, deseo unánime, que le permitiría renovarse y madurar hacia un futuro aún más prometedor. Así fue como la estudiosa aprobó y empezó su trayecto hasta la universidad.

Nada más lejos de la realidad: la joven no pudo arrancar sus ilusiones porque la anciana tuvo que lidiar con nuevas exigencias estudiantiles. Al no inspirarse ningún día ni ninguna noche, cerró los ojos y fue olvidada indefinidamente. La experta, abrumada, continuó su trabajo sola y, por momentos, descansó durante el poco tiempo que disponía. Aunque coja y apocada, continuó dos años más.

De vez en cuando, la joven rutina abría los ojos e intentaba levantarse, pero, sin mucha fuerza, volvía a su cama. La vetusta tenía que rendir durante varios años más, de manera que necesitaba el refuerzo de la adolescente, siempre durmiente. Necesitaba esa vena de curiosidad e investigación para que el trabajo no fuera tan maquinal, por lo que la llamó y la apremió a que volviera. Obcecada y un poco depresiva, no accedió de primeras, pero, pensándolo varias veces, finalmente dio su visto bueno, porque quizá la avivaría. Pensó realizar nuevos proyectos que se inspirarían en el anterior que mantuvo. Tendría nuevas herramientas gracias a que su colega conocía más cosas y, por qué no, podría desarrollar nuevos elementos culturales. Ambas podrían volver a ser amigas porque se complementarían más que nunca. La experta la facultaría para trabajar de la misma manera y ser ejemplo para otras rutinas, mientras que la otra la podría ayudar a rendir mejor en su trabajo, aprobar y aprender. Para ello, tendría que moverse y despojarse de su agarrotamiento, recuperar una rutina, volviéndola a empezar.

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