"El Jarama", de Rafael Sánchez Ferlosio
Cualquier lector de El Jarama que tenga unas mínimas nociones de filosofía recordará con su lectura la teoría del devenir de Heráclito: «todo fluye, nada permanece». Bajo la apariencia de un ambiente cotidiano para un grupo de jóvenes madrileños y otro de parroquianos adultos de una venta, el autor nos mostrará cómo la imparable fuerza del tiempo, la crueldad de la naturaleza se impondrá a la eventualidad humana. El aforismo inicial de Da Vinci condensa el mensaje de la obra: la inexorabilidad del destino, simbolizado en el río, un símbolo del tiempo que constituye «el día presente» en el que discurren continuamente dos aguas: las de la muerte y las de la vida.
Así pues, como el transcurso vital de un ser humano, el río nace, crece en algún lugar, se traslada a diferentes sitios, se une a otro como él; en fin, experimenta. Sin duda, la descripción con la que se abre la novela se asemeja a la de una biografía, constituyendo el primer paso de la humanización del río, un recurso en el que el autor abocará su subjetividad (en una aparente narración objetiva), castigando a una de las jóvenes.
Tras la descripción geográfica del río, comienza la trama novelesca con una pregunta por parte de Lucio a Mauricio: «¿Me dejas que descorra la cortina?» (p.7). Esta petición que puede parecer intrascendente lleva consigo un significado mucho más profundo: sugiere el comienzo del argumento, de la acción narrativa –si es que la empieza a haber aquí–, recordando a la apertura del telón en las funciones teatrales, pero si seguimos leyendo, observamos que Mauricio se sorprende de que Lucio quiera ver lo que ocurre extramuros de la venta:
-(...) Sólo que me hace gracia el capricho que tienes con mirar para afuera. ¿No estás harto de verlo? Siempre ese mismo árbol y ese cacho camino y esa tapia.
-No es cuestión de lo que se vea o se deje de ver. Yo no sé ni siquiera si lo veo: pero me gusta que esté abierto, capricho o lo que sea. De la otra forma es un agobio, que no sabes qué hacer con los ojos, ni dónde colocarlos. Y además, me gusta ver quién pasa.
Este fragmento describe, desde el principio, la actitud indiferente, abúlica, generalizada en el grupo de los parroquianos de la venta, una disposición que crea un ambiente rutinario, fatigado, donde los clientes habituales, aunque también hablan cordialmente, algunas veces se intercambian reproches, no parecen tener demasiadas esperanzas en mejorar su situación personal. Pero son personajes que ya han vivido como jóvenes adultos la Guerra Civil (al contrario que la pandilla de jóvenes), que plantean reflexiones serias e interesantes acerca de su situación pasada y actual: por ejemplo, la imperiosa necesidad de comer ante situaciones extremas (pp. 47-48), o la comparación dolorosa entre el sufrimiento de los allegados a la muerte de un ser querido y la interrupción de una corta vida (pp. 317-318).
Por otra parte, el grupo de los jóvenes, a pesar de tener bastantes diferencias en los temas de sus conversaciones, comparten ese sentimiento de tedio. En este caso, su día a día se basa en el trabajo, una rutina agotadora de la que quieren evadirse ese domingo; de ahí procede su odio al control del tiempo, su rechazo a saber «qué hora es». Pero lo que ellos no esperan es su destino final, aunque Zacarías, sin saberlo, en un nuevo indicio premonitorio, anunciará el inevitable paso del tiempo, de la vida, que acabará en la muerte: «¡Eso es la muerte niquelada!» (p. 274).
De esta forma, la trama narrativa y el significado de la obra van a girar, fundamentalmente, en torno a la muerte de Lucita; prueba de ello es la sucesión de elementos premonitorios y de símbolos que se dejan ver a lo largo de la trama. El propio ambiente de frustración que enmarca la narración contribuye a ello; sin embargo, de forma bastante críptica se asoma la muerte, por ejemplo, en la sensación de que aún permanece algún muerto en el Jarama (p.40), en la Gran Coneja Blanca, que está acorralada por varios jóvenes que intentan atraparla y que se refugia detrás de la bicicleta de Lucía (p.262), etc. Asimismo, vemos la irrupción de una sombra (otro componente mágico más dentro de una obra realista) que acechaba a Lucía (p.227) y que acondiciona su hado. La sombra del río (un río antropomorfizado) es el medio perfecto para que el autor condene a una chica caracterizada como alguien inocente. Este no es solo un castigo para Lucía, sino también para sus amigos, no por la mera pérdida de una amiga, sino por su desinterés, su apatía por la vida y por su intento de sortear lo ineludible: sus ríos (sus propias vidas), de forma natural, algún día llegarán a su término, «entregarán sus aguas» a la mar.
Edición utilizada: SÁNCHEZ FERLOSIO, Rafael (1975). El Jarama. Ediciones Destino: Barcelona.
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